Me interesan más bien los puentes, lugar de origen, donde surge la necesidad y también la vocación de Ángela Mariscal para convertirse en traductora y por eso me interesan los puentes, la frontera como idea, porque las fronteras suelen pensarse como límite, como separación y, sin embargo, las fronteras también constituyen lugares de encuentro. La arbitrariedad geopolítica es rebasada por un entramado sociocultural que constituye un espacio otro, distinto a las nítidas construcciones nacionales y nacionalistas.
En ese contexto, no sólo no resulta extraño que Ángela Mariscal haya devenido traductora, sino que la traducción se elige como un puente natural, un espacio de tránsito y de recreación, el trasiego de las ideas de una lengua a otra, de un lugar a otro; constituye una extraordinaria herramienta para derribar fronteras, para conocer al “otro” en sentido antropológico, pero también para comprenderlo y comprenderse. Porque no sólo entraña el descubrimiento de otros mundos sino del mundo de uno, constituye una operación de extrañamiento, de desnaturalización del sentido común, de poner en cuestión los saberes naturalizados, de reconocer las huellas de la historia en un orden establecido. En ese sentido, también debemos reivindicar el oficio o profesión de traductor, de traductora a quienes solíamos señalar como traidores, como dirían los italianos, traductores-traidores. Una fórmula que muchas veces y la mayoría de las veces suele ser injusta, porque debemos comprender que para ser fiel, el traductor debe rebasar la literalidad, pues no se trata de intercambiar palabras sino trasladar ideas, y de hacerlo para que la idea del autor se exprese con el mismo sentido, pero en otra lengua. Y hacerlo con fidelidad a la propia lengua, construyendo textos que resulten tan naturales como en su lengua de origen. Debemos reconocer, finalmente, que hay traducciones tan excepcionales que suelen rebasar incluso las versiones originales. De estas, y también de las que no están a su altura, seguiremos siendo grandes deudores.