Para los antiguos griegos, la relación entre el pensamiento y el lenguaje era inseparable, y por ello, denominaban como logos a la razón y a la palabra. Y es que todo cuanto conocemos y pensamos se finca en el lenguaje, esa capacidad mental a la que, a mediados del siglo xx, el lingüista estadounidense Noam Chomsky denominó como “gramática generativa”, esto es, que todos los seres humanos tenemos en términos biológicos, cerebrales, para entender y ejercer determinadas estructuras lingüísticas independientemente de la lengua de que se trate, pues nuestra capacidad cognitiva responde siempre a las palabras, al lenguaje.
Nuestro pensamiento se construye a partir de las facultades neuronales que nos permiten acumular y descifrar imágenes que tienen significado y corresponden a conceptos, ideas y palabras, e irlas conservando y utilizando organizadamente. Así, las letras o ideogramas son significativas para quien conoce el código y puede interpretarlas, es decir, leerlas, pero esto también ocurre con los discursos icónicos, que no responden a un código, como las lenguas y sus convenciones grafémicas, sino a convenciones culturales de conocimiento para poder comprenderlas de veras, para leerlas apropiadamente.
En las últimas décadas, se han realizado estudios, desde la lingüística y la neurobiología, sobre el funcionamiento neuronal a partir de los estímulos que provocan la música, la pintura y la lectura, entre otros (como la concentración en el estudio y la investigación). Se ha identificado que hay áreas del cerebro específicas para cada una de tales funciones cognitivas, como en el caso de la lectura y el lenguaje, que se localizan en las denominadas “área de Brocka” y “área de Wernick”, ubicadas en el lóbulo izquierdo del cerebro. No obstante, ambas áreas también se vinculan con otras zonas del cerebro, como las dedicadas a la sensorialidad primaria, la visual, la auditiva y la motora, estableciendo una correlación entre los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro. Es por ello que se habla de circuitos o redes que desempeñan determinadas funciones cognitivas.
Así, por ejemplo, los estímulos musicales se vinculan con imágenes mentales, y de ello han dado buena cuenta muchos compositores e intérpretes musicales a lo largo de la historia, identificando sonidos con colores, fraseos melódicos con imágenes recordadas o imaginadas. Cada vez más, los científicos nos siguen descubriendo el estrecho vínculo entre el cerebro humano y la cultura; y a las artes les corresponde, como siempre, dar cuenta de ello intuitivamente, de una manera sublime.