En el ámbito de la historia de la edición y la filología, disciplinas que nacieron juntas, es bien sabido que en la publicación de obras antiguas, medievales y de hasta el siglo xviii, hay variantes de un mismo texto según la editorial que la publique, y ello repercute, notablemente, en las traducciones a otras lenguas. En ocasiones, el trabajo editorial en la lengua original ha cambiado desde matices léxico-semánticos hasta giros idiomáticos, y es por ello que la filología busca restablecer el texto primigenio a partir del estudio de los diversos manuscritos y de las primeras ediciones impresas. Esta labor, que también se denomina “bibliotextualidad”, no sólo permite identificar las variantes de una edición a otra, sino también emprender un análisis estilístico para saber cuál de dichas variantes es, plausiblemente, la más armónica y coherente con el pasaje textual en está y con la obra en su totalidad.
Hasta hace unas décadas, en la traducción no se acostumbraba efectuar dicho trabajo, y por ello abundan versiones en otras lenguas que cambian el sentido del texto original
y desencaminan al lector, o bien, le impiden a éste aproximarse a ciertos rasgos estilísticos presentes en la obra, o, peor, aún, traducen palabras o frases que en la lengua a la que se traduce resultan ser por completo anómalas o plenos dislates, lo que no pocas veces se debe a un conocimiento precario tanto de la lengua fuente como de la lengua terminal. Y se siguen reimprimiendo sin empacho, sin consciencia.
Por ello, es muy valiosa la aportación de los traductores académicos --como los del Instituto Shakespeare-- que, como parte de su método profesional, realizan dicha labor bibliotextual y filológica con las ediciones en la lengua original para elegir la que ocuparán como texto base, pues en tal proceso también adquieren mayores elementos para realizar la traducción y sus finezas, en aras de aproximar al lector, del mejor modo posible, a esa obra y a ese autor, principio que ha de guiar a todos los profesionales de la edición.