Como Jorge de Buen, a mí también me gusta llamar tipos a las fuentes porque es una manera afectiva de honrar un trabajo ancestral, cargado de historia y de semántica, que pesa en el editor como la aleación metálica que le permitió al inquieto Johannes Gutenberg crear relieves manejables y posmovibles, de larga duración y responsables de una de las grandes revoluciones del conocimiento en la cultura de masas. Y estos tipos se reprodujeron, los siguen haciendo y hasta promiscuamente, aunque ya no son el plomo y otros metales, la materia que los constituye. Las familias tipográficas crecieron y sus razas se multiplicaron, constituyeron una gran variedad en la que siempre cabe por lo menos un adjetivo: elegancia, sordidez, sobriedad, calidez, frialdad, rudeza, obesidad, anorexia, o como dirían los linotipistas: oficio perdido, están los tipos que dejan su impronta con patines y guantes o los muy modernos que lo hacen descalzos; pero en el lapso de unas cuantas décadas en las que se perdieron más oficios y se enterraron muchas industrias por culpa de una combinación de unos y ceros llamada digitalidad, las huellas de estos tipos mudaron del papel en el que convivían con cierta armonía, a un planeta policromático llamado pantalla y hacia allá están emigrando de mala gana las familias tipográficas, ahí se reproducen, cambian vertiginosamente de tamaño, se atropellan, conviven a lado no sólo de imágenes estáticas sino también en movimiento, soportan música o ruidos llamados lups, creo.
Habrá que decirle a estos pobres tipos que están representando otra revolución del conocimiento de masas y habrá también que darles terapia, porque ya no serán únicamente los protagonistas, como lo fueron durante muchos siglos, cuando reinaron sobre el papel.