Hipertexto
Camilo Ayala Ochoa
Decía Oscar Wilde que el arte no debería jamás hacerse popular, que era el público quien debería intentar hacerse artístico. Cuando uno intenta transmitir el amor por el galano arte de leer, se topa con una disyuntiva semejante. Lectura oral o silenciosa, lectura escolar o casera, literatura o materiales que hablen al modo de ser del lector, lectura de clásicos o diversión en forma de lectura. Son vías para escoger.
Anne-Marie Chartier señala su encrucijada cuando dice que el gran reproche que se le hace a la escuela es que escolariza todo lo que toca y una cosa escolarizada es algo que se vuelve obligatorio, impuesto y aburrido. Sin embargo, su trabajo es la enseñanza y ejercicio de la lectura.
Lo que debemos tener claro es que hay una transformación profunda de la escuela, tanto que nos llegamos a preguntar si la escuela tiene futuro. Ken Robinson pregona que la escuela mata la creatividad, que nuestro sistema educativo ha explotado nuestra mente lo mismo que nosotros hemos explotado al planeta. Es tiempo de entornos personales de aprendizaje, redes de conocimiento, audiencias interactivas, comunidades anfibias y adquisición de competencias por multimedios.
En ese sentido, los esfuerzos de personas como Chartier para que los escolares descubran grupalmente la lectura, son esenciales. Construir comunidades de aprendizaje es también buscar lecturas en convivencia, lecturas compartidas.
Tenemos librerías sin libros, bibliotecas sin bibliotecarios, edición sin editores, obras hechas por algoritmos y universidades sin campus, ¿por qué no habríamos de compartir una cultura lectora más allá de los modelos educativos?
Pero, ¿para qué promover la cultura lectura en un mundo violento, caótico y superficial? Sencillamente para dar a otros una vida interior. Un capítulo de la serie televisiva Penny Dreadful, creada por John Logan, se llama “Recuérdanos mejor de lo que somos”. Ese, y no otro, es el mensaje que deberíamos dejar en aquellos a los que intentamos contagiar la lectura.