Hipertexto
Camilo Ayala Ochoa
Cuando en la década de 1980 se fundó el Grupo Iberoamericano de Editores prevalecía la figura del editor gremial. Durante 1983 el grupo de discusión liderado por el Colegio de México elaboró un posible perfil del editor, a través de un cuestionario aplicado a los directivos de 105 editoriales públicas, privadas y académicas, que concluyó que los editores eran personas, predominantemente hombres entre 31 y 40 años, cuya alma oscila entre las consideraciones culturales y las comerciales.
En 2013, la conferencia de clausura del Máster en edición de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, le tocó en suerte a Beatriz de Moura, la legendaria editora de Tusquets, quien trajo a cuento la pregunta elaborada por Roberto Calasso en “La huella del editor”: “¿qué deber en omisión le queda al editor?” De Moura hace suya la respuesta que el italiano parafrasea de Deducit cuando alguien le preguntaba la finalidad de su música, dar placer. Calasso decía que al editor le queda dar placer a esa tribu de personas que buscan algo que sea literatura, que sea pensamiento, que sea indagación, que sea oro y no turba, por eso De Moura definía su editorial como un hogar literario y decía que su oficio sincronizaba a la perfección el terco deseo de rodearse de libros, y por eso, Juan Cruz tituló “por el gusto de leer” a la conversación que refleja las memorias de Beatriz de Moura. Boris Faingola apunta muy bien que el perfil actual está cambiando y que requiere, además de profesionalización, de fundamentar su función, eso pasa en esta época de transición, en estos tiempos de renovación. Las competencias del editor 2.0, del cibereditor, del editor transmoderno, siguen teniendo que ver con conocimientos profundos del lenguaje, comunicación y artes gráficas, pero no son suficientes. Los editores deben imaginarse de otra manera y aprender a utilizar otras herramientas como el diseño de aplicaciones y la maquetación digital, y tener un perfil híbrido digital analógico.