En la Edad Media, cuando los libros eran códices manuscritos, las cubiertas de los mismos eran tapas de madera que en ocasiones se forraba con piel. Con el transcurso del tiempo, los encuadernadores comenzaron a decorar las cubiertas, primero con diseños geométricos, y, después, con formas de mayor complejidad que aludían a estructuras arquitectónicas e incluso a diseños de origen textil, tanto de la Europa occidental como de Oriente. No es casual, considerando este antecedente, que se utilice la palabra portada referida a la cubierta de un libro, pues tal vocablo designa, desde antaño, el adorno arquitectónico de la fachada principal de una construcción, sobre todo lujosa, y, también, en el llamado “arte de la seda”, la sección o división que se efectúa con cierto número de hilos para conformar la urdimbre, esto es, la estructura del tejido.
Pasaron algunos siglos del libro impreso para que los editores impulsaran la realización de cubiertas que aludieran al contenido del libro, primero con un afán comercial para que tal publicación llamara la atención de los posibles lectores-compradores. Fue así como surgieron, a fines del siglo xviii y principios del xix, los llamados “directores artísticos” en las empresas editoriales, tanto de publicaciones periódicas como librarias. Tal denominación se mantuvo hasta mediados del siglo xx, cuando dicha actividad comenzó a profesionalizarse, de modo que los herederos de aquellos “directores artísticos” se convirtieron en “diseñadores gráficos editoriales”, como una especialidad de la incipiente disciplina académico-profesional denominada “diseño gráfico”.
Desde entonces hasta la fecha, los diseñadores gráficos especializados en la edición se han nutrido de muy diversos saberes emanados de otras áreas de conocimiento, como la semiología y la retórica de la imagen, o la historia y sociología de la edición, además de haber desarrollado sus propias áreas disciplinares, como la tipología y la tipometría o la sintaxis de la imagen. Por ello, el diseño de los forros o cubiertas de los libros requiere, hoy día, conocimientos y competencias que van más allá del ornato y lo comercial llamativo, y también más allá de la rígida alusión textual y semiológica, sino de la conjunción de todo esto, con un sentido estético y comunicativo. Se trata, como plantea Leonel Sagahón, de efectuar una traducción entre dos lenguajes, entre dos discursos, uno textual y otro icónico, y llevarlo a cabo en un espacio reducido, a veces como una metáfora, o en ocasiones como una sinécdoque; pero siempre en aras de lograr una gran provocación y deseo por adentrarse en el texto y el objeto libro, de vivirlo también sensorialmente. Quizás, como escribiera el poeta brasileño Haroldo de Campos refiriéndose a la traducción de poesía, no es una traducción, sino una transcreación.