La traducción es casi tan antigua como la existencia de las lenguas humanas, y a lo largo de la historia ha sido el puente primordial entre culturas, tanto cercanas como distintas y distantes. Sin embargo, la disciplina que estudia sistemáticamente la traducción tanto en los ámbitos descriptivos y pragmáticos como teóricos, esto es, la traductología, surgió en la segunda mitad del siglo xx. Por supuesto que a lo largo de la historia ha habido quienes reflexionaron sobre la traducción, y muchos de los grandes autores se desempeñaron también como traductores, pero fue a partir del siglo xviii cuando más traductores experimentados comenzaron a organizar y compartir sus conocimientos en textos dedicados a la traducción.
Entre las diversas definiciones que se han brindado a lo largo del tiempo, una muy precisa es la de los franceses Charles Taber y Eugène Nida, para quienes “la traducción consiste en reproducir, en la lengua receptora [o terminal], el mensaje de la lengua fuente [u original] por medio del equivalente más próximo y más natural, primero en lo que se refiere al sentido, y luego en lo que atañe al estilo”. En el proceso de traducción hay dos fases: la primera consiste en la comprensión del texto original, y la siguiente en la expresión del mensaje en la lengua terminal, y es por ello que no basta con dominar suficientemente ambas lenguas, pues se requiere también poseer un amplio conocimiento de las culturas y sociolectos del texto fuente y del terminal, ya que el traductor es un mediador lingüístico y cultural.
En cuanto a los tipos de traducción, hay básicamente dos: la directa y la oblicua. La traducción directa o palabra por palabra se atiene rigurosamente a la lengua original en la forma de expresión, sin apartarse de ella más que lo indispensable para que sea correcta en la lengua terminal. En cambio, la traducción oblicua busca expresar el sentido del texto original, y por ello no mantiene un paralelismo formal con éste. No obstante, hoy día se considera que la genuina traducción ha de valerse de ambos tipos o métodos para cumplir su cometido apropiadamente.
Lo anterior, en general, es lo procedente para cualquier traducción de obras no literarias o referenciales, pues en las obras literarias el estilo forma parte de la intención del texto, y, por ello, se requiere que el traductor posea una vasta cultura y sensibilidad literarias, pues ha de formular-recrear una obra artística. Ya en el siglo xviii el teólogo, filósofo y traductor alemán Friedrich Schleiermacher, en su obra titulada Sobre los diferentes métodos de traducir, señalaba que en tales casos “el traductor tiene que aplicar [...] a su trabajo otras fuerzas y destrezas, y conocer a su escritor y la lengua de éste” con una profundidad mucho mayor, pues el texto original y la traducción se proyectan en “la esfera superior del arte”.