Hasta hace poco más de cincuenta años, las empresas editoriales, tanto de la iniciativa privada como institucionales o subsidiadas con recursos del Estado, se diferenciaban a partir de un principio básico: el tener o no, entre sus objetivos y funciones, el generar ganancias económicas. Esto determinaba sus decisiones al conformar su catálogo, sus estrategias y procedimientos de promoción, distribución y venta. Sin embargo, ambos tipos de empresas --como ha señalado Noé Jitrik-- tenían muy claro que formaban parte del esquema cultural, tanto de su país como de otras naciones de su misma área idiomática.
No obstante, a mediados del siglo pasado, comenzó a ser notable el hecho de que muchas editoriales privadas soslayaran tal aspecto y antepusieran, ante todo, la máxima generación de beneficios económicos. Es elocuente, al respecto, lo que en 1955 escribió el editor británico C. P. Scott: “Toda empresa editorial --nos dice Scott-- presenta dos facetas. Es un negocio [...] y tiene que prosperar en el sentido material si ha de sobrevivir. Pero es mucho más que un negocio: refleja e influye en la vida de toda una comunidad; puede afectar incluso a más amplios destinos. En cierto modo, es un instrumento de gobierno. Actúa sobre la mente y la conciencia de los hombres. [...] Por consiguiente, posee una existencia moral tanto como material, y su carácter e influencia están determinados, en lo fundamental, por el equilibrio entre estas dos fuerzas. Puede hacer del provecho o del poder su objetivo primordial, o puede verse a sí misma cumpliendo una función más elevada y exigente”.
Estas palabras de Scott plasmaron los rumbos posibles que, años después, definirían a los distintos tipos de empresas editoriales: en la iniciativa privada, tres perfiles, a saber: los grandes consorcios financiero-empresariales, las editoriales independientes y las editoriales alternativas; en el ámbito institucional, dos perfiles, uno que funciona como editorial independiente y otro que sigue dependiendo del subsidio gubernamental, aunque, en este último tipo de editorial hay cada vez mayor consciencia e interés en la optimización de recursos y alcanzar una mínima “salud” económica, esto es, recuperar la inversión global mediante el equilibrio generado por obras que generan ganancias y otras de importancia cultural pero escasamente comerciales, fórmula, ésta, que antiguamente ejercían todas las editoriales del sector privado.
Tal panorama contemporáneo de la edición nos lleva a considerar, entre otros aspectos, el debate sobre si las empresas editoriales institucionales o subsidiadas deben existir o no. Hay quienes opinan que no deben existir porque representan una competencia injusta para las empresas de la iniciativa privada, y también las identifican como un asombroso e inútil dispendio de recursos estatales. Sin embargo, quienes así opinan suelen ser personas con incidencia mediática pero sin genuino conocimiento y función del quehacer editorial en el desarrollo integral de las sociedades, mostrado y demostrado a lo largo de la historia en la mayor parte de las naciones del mundo.
A mi parecer, el cuestionamiento no radica en si las instituciones o dependencias editoras subsidiadas “deben existir”, sino en cuál es la función que deben desempeñar, lo cual se traduce en qué y cómo deben editar y difundir, sin menoscabo de la búsqueda de un equilibrio económico-cultural en la conformación de su catálogo. y esto se articula con otro señalamiento de Noé Jitrik: el dilema de la misión editorial: o satisfacer la demanda de los lectores o, por el contrario, formar lectores. Pienso, en principio, que no son aspectos opuestos y excluyentes entre sí, sino al contrario: son complementarios y no representan, necesariamente, fases del desarrollo del hábito de la lectura, pues, por ejemplo, hay voraces lectores de novelas que, en el algún momento, gracias a un texto de divulgación científica, empezaron a “formarse” también como lectores regulares de temas científicos, e igual ha ocurrido con lectores de textos científicos que gracias a determinada obra y edición comenzaron a formarse como lectores de obras clasificadas en las artes y humanidades.
En mi opinión, no se trata de insistir en los dos dilemas antedichos, esto es: si debe o no haber editoriales institucionales subsidiadas, y, en segundo lugar, si satisfacer la demanda de los lectores o publicar obras que formen lectores. Ambos dilemas pueden resolverse coherente y funcionalmente si se priorizan las funciones primordiales de las empresas editoriales institucionales y las de la iniciativa privada: para las primeras, la formación de lectores y la publicación de obras de valía cultural que no tienen grandes posibilidades comerciales. Para las editoriales de la iniciativa privada, enfocarse en satisfacer las necesidades --y no sólo en la demanda aparente-- de las comunidades lectoras a las que se aboca, sin olvidar que las grandes obras --futuros éxitos de ventas-- van “construyendo” a sus lectores a lo largo del tiempo. Tal vez así se logre volver a integrar, en el esquema cultural que lo abriga, a todo tipo de casa editorial, delimitando las funciones y misiones de cada una, pero aunadas --todas-- en un mismo rumbo al porvenir cultural.