Aunque muchos especialistas le dan vuelta al asunto, yo estoy convencido de que el autor, sigue siendo uno de los actores más desprotegidos de la cadena editorial. Esta condición se agravó con el imparable advenimiento de las tecnologías digitales. Es un hecho que el derecho de autor no circula por la antipáticamente llamada “supercarretera de la información”. Al contrario, corre por una vía sin asfalto y a un ritmo totalmente diferente al flujo de datos sometidos a mutaciones binarias en las que se violan derechos autorales. La difundida práctica del “copio y pego”, en la que los estudiantes se han vuelto expertos, los convierte en pequeños delincuentes autorales porque, cabe preguntarnos, ¿cuántos de ellos citan a sus fuentes? Muy pocos. Desde el ámbito de la pedagogía, el plagio estudiantil es todo un tema. Hay profesores que defienden, con razón, que un estudiante que quiere evitar ser descubierto en la práctica del “copio y pego”, se introduce tanto en la materia plagiada que termina, finalmente, asimilando los objetivos académicos y acaso superando la capacidad cognitiva y de articulación del autor original, lo cual en algunos casos pedagógicos, sobre todo, debe aplaudirse. Pero como el tema de esta vez son derechos de autor, concluyamos entonces, que un buen campo de entrenamiento para crear una cultura de respeto por el trabajo intelectual, son las aulas.
Los maestros son los primeros que tendrían que ser inflexibles ante el plagio, aunque, en casos excepcionales, se topen con plagiarios que superan el talento de las fuentes robadas. En ese campo, me temo, muchos maestros ya bajaron la guardia.