Mi relación con los libros infantiles, siempre ha sido conservadora, coincido con los pedagogos y psicólogos, que han demostrado una relación gradual, entre la ilustración y el tamaño de la letra y los lectores en formación, de hecho, algunas colecciones de Alfaguara, son muy explícitas en ese sentido, mientras más bajo es el grado escolar, el tipo de letra es mayor, y los dibujitos, lo digo sin ánimo peyorativo, son más prolíficos, cuando el chavo ya está en sexto grado, es el contenido lo que lo atrapará. Ahora bien, en una cultura visual tan “charolera”, como la nuestra, en un entorno tecnológico que nos permite hacer maravillas con ilustradores o generar proyectos interactivos para chicos, o incluso para grandes como el “Poema blanco” de Paz, o “Muerte sin fin” de Gorostiza, todas estas posibilidades me vuelven receloso, me explico, como editor, soy responsable de una revista, “Ranazul” que además, se ha caracterizado por su diseño atrevido, por otro lado, he publicado libros de arte de fotógrafos y pintores como Bostelmann, Héctor García, Luis Argudin o Arturo Rivera, por citar algunos ejemplos, en los que la imagen, es el eje, pero como padre, el asunto de los libros “padrísimos” que ahora se hacen para los niños, me lleva a un dilema.
Mis hijas tienen que dar el siguiente paso, es decir, dejar la lectura semi-visual, y entregarse de lleno, a la, válgaseme el pleonasmo, lectura-lectura, y en este terreno, el único que manda es el autor, ¿a qué me refiero?, hubo una época en la que los escritores de libros infantiles valían por lo que emanaba de sus plumas y no por los artificios que colgaban como esferitas de sus libros, la imaginación puede seguir volando, con la simple ayuda de una buena disposición tipográfica, si detrás de ella hay talento, disciplina y sensibilidad.