La diversidad no está divorciada con el negocio. Quizá no es volumen de negocio como el de las grandes casas editoriales que publican para un público masivo de manera industrial. Como dice Varinia del Ángel, los requerimientos de lo que puede y debe ser editado por ciertos sellos editoriales son distintos a los que tiene una editorial con mínima estructura. Las consecuencias y circulación de lo editado también son diversas. Esto no entraña un juicio de valor; lo masivo puede ser sublime así como productos personalizados pueden resultar irrelevantes. No obstante, el concebir una publicación sin la presión del alcance masivo, aunque sí de manera sustentable, es decir, que nos permita no solo recuperar la inversión sino obtener margen para editar nuevos proyectos, hace que la diversidad sociocultural, de intereses y necesidades pueda ser atendida con mayor amplitud. 

Ahora bien, el punto extremo de este proceso parece estar en la autoedición, que cada quien haga público lo que tiene que decir. Sin embargo como hemos señalado en otras intervenciones, esto puede llevar a un ejercicio de muchas voces que no dialogan entre sí, que no se articulan en torno a un interés común, que no se comunican. Es por ello que, si bien el principio de diversidad es incuestionable, el papel del editor es, hoy más que nunca, el de un curador. Seleccionar y jerarquizar, que en el marco de la escasez era el punto de crítica y cuestionamiento porque significaba una limitación a la libertad de expresión, ahora en el entorno de sobreabundancia resulta, podríamos decir, una solución y una necesidad. No para prescribir sino para guiar. Una guía que ya no es sinónimo de la exclusión de voces, sino mapa para entrar a la conversación, una herramienta para la comunicación. Es ahí donde la experiencia de Mango Manila tiene sentido. Un sentido que remite más a una apuesta política que a una demanda del mercado, a privilegiar ciertas formas de recuperar, transmitir y construir conocimientos más que a la venta de productos editoriales.