Desde hace mucho tiempo, siglos, es común que los autores, aun los muy experimentados, circulen una primera versión de una obra nueva entre sus amigos que, a la vez, también son colegas. Esto, con el afán de advertir aspectos o finezas que al autor le han pasado inadvertidas, ya sean de carácter conceptual o estilístico. En la Antigüedad griega, eran reuniones donde el autor leía en voz alta esa primera versión, a la que se llamaba anékdoton, a fin de escuchar los comentarios y sugerencias de los auditores-colegas, y luego se trabajaba en la versión final para entregar al editor. Tal práctica volvió a vigorizarse en la Europa del siglo xviii en las tertulias y salones literarios, que en muchos casos se conformaron como agrupaciones que impulsaban determinada corriente estética.
Aunado a ello, no son pocos casos en la historia en que un autor tiene a un primer lector crítico, en quien confía y de quien espera que le haga señalamientos y sugerencias que mejoren su texto. Uno de tantos casos es el de Goethe con su hermana Cornelia, a quien, en una carta, le reclama de manera amable que ella hubiese compartido la lectura de un manuscrito con alguien más, sin su consentimiento. Más allá de las interpretaciones psicoanalíticas que se han dado sobre la relación de Johann Wolfgang con su hermana Cornelia, lo cierto es que a él le interesaba su opinión en términos literarios e intelectuales, acaso tanto como la de su amigo epistolar en la madurez, Friedrich Schiller.
Sin embargo, desde los primeros tiempos, el editor ha fungido como ese primer lector crítico de manera integral, pues no sólo pondera la valía del texto y plantea posibles ajustes al mismo, sino también considera la idoneidad para su perfil de lector en términos culturales, económicos, de realización editorial, de difusión y de cobertura en la distribución y venta. Aunque muchas veces el autor no lo advierta, el editor puede ser el mejor aliado de él, del texto y del lector.