Aunque los salones literarios o agrupaciones de escritores iniciaron formalmente en los siglos xvii y xviii, hay antecedentes remotos en la Antigüedad griega en Egipto, con los filólogos y filósofos que se reunían en el Museion, un templo dedicado a las musas y en el cual se ubicaba la célebre biblioteca de Alejandría, cuyo acervo complementario se hallaba en el Serapeion, otro templo más pequeño dedicado a Serapis, una divinidad local. Ahí, los eruditos se reunían para dar su opinión sobre el restablecimiento de las obras clásicas originales, pues consideraban que la transmisión oral las había alterado corrompiéndolas, y ellos buscaban restituir la obra primigenia. Con ello surgieron, a la vez, la filología y la edición crítica.
Una práctica similar de diálogo y reflexión colectiva ocurría con los autores de entonces, que se reunían para opinar sobre una obra nueva cuyo autor presentaba en una versión preliminar, a fin de conocer la percepción que de ella tenía cada uno de sus colegas. A esa primera versión se le denominaba anékdoton, y a partir de tales disquisiciones el autor corregía o pulía lo que considerara procedente para tener lista la versión que habría de publicarse. Tal tipo de colaboración entre escritores se mantuvo durante siglos, hasta formalizarse en los salones literarios y agrupaciones de escritores, pero a partir del siglo xx éstas ampliaron sus alcances y funciones, incorporando la defensa de la propiedad intelectual y la impartición de cursos de otros aspectos consustanciales o aledaños a la actividad literaria, lo que abundó en la capacitación y profesionalización de sus agremiados más allá de su talento y función como creadores de obras.
Una faceta muy importante de dichas agrupaciones es la defensa de los derechos autorales y el combate de la piratería, fenómeno antiguo, este último, que no acaban de comprender suficientemente ni la mayoría de los autores ni la de editores. Ya Hipócrates se quejaba de que algunos de sus discursos pronunciados oralmente comenzaban a circular en manuscritos deficientes antes de que él entregara la versión final para su publicación. También se sabe que las Metamorfosis de Ovidio quizá sobrevivieron hasta nuestro tiempo gracias a una edición pirata, pues el propio autor aseguró, en una carta, haber destruido el manuscrito original. Ya en tiempos de la imprenta, cuando existía una reglamentación al respecto, la piratería era una práctica usual en impresores de otras ciudades o reinos donde no tenía jurisdicción el privilegio o derecho de exclusividad que poseía un editor sobre una obra.
Contrario a la idea de las supuestas “pérdidas” cuantiosas que la piratería constituye para autores y editores, la realidad es que las obras originales son económica y/o logísticamente inaccesibles para casi todos los consumidores de esas ediciones piratas, por lo que si éstas no existieran, sólo un muy reducido número de esas personas harían el sobreesfuerzo de adquirirlas, en tanto que la mayoría prescindiría de tales obras. Se trata de un segmento de mercado desatendido por autores y editores, o, en términos de la economía marxista, de un mercado suprimido.