Desde hace varios siglos, la mayoría de las sociedades alfabetizadas adoptaron, como estrategia educativa, el apoyarse en imágenes para facilitar el aprendizaje de la lectura de textos lingüísticos. Este hecho deriva de la vieja idea de que las imágenes son un auxilio para las personas en proceso de alfabetización, lo que también conlleva la idea de que la interpretación de esa clase de imágenes es un proceso sencillo y un tanto universal. Asimismo, esa antigua premisa ha promovido la idea de que el analfabetismo es sinónimo de incultura, lo cual es por completo falso, como han demostrado, desde hace décadas, la antropología social y la etnohistoria.
Se olvida que los analfabetos de la Europa medieval poseían bastante cultura, no sólo por la tradición oral, sino también por su habilidad en el desciframiento de imágenes, de los discursos icónicos que pueden constituir genuinas narrativas, como los que existen en iglesias y catedrales. Ciertamente, en este tipo de imágenes también hay un código básico, sólo que éste no se finca en el ámbito escolar, sino que se aprende, primordialmente, en el entorno inmediato de las personas, en la interacción familiar y social.
Además de los estudios académicos que se han hecho al respecto, como los ensayos fundacionales sobre la retórica de la imagen que en los años sesentas publicó el semiólogo francés Roland Barthes, desde hace unas décadas algunos promotores de la lectura y un sector de editores de libros para niños han comprendido que el concepto de ‘lectura’ va más allá del desciframiento de signos lingüísticos, y que también abarca la interpretación de otro tipo de discursos, como el icónico. Han comprendido, también, que la verdadera construcción de lectores radica en despojar a la lectura del valor instrumental que se le ha dado en la formación escolar, y estimular la experiencia gozosa de la lectura, o mejor dicho, de las lecturas, pues hoy día las nuevas tecnologías permiten y promueven esa aspiración primigenia de la ópera: conjugar diversas artes --o discursos artísticos-- en una sola obra y como una experiencia integral.
Para lograr de veras dicha experiencia, es menester “desescolarizar” la lectura, como ha señalado María Emilia López, y olvidarse de las “tablas de promoción de valores” que para cada libro exige el magisterio a los editores, pues en dichas tablas nunca se contempla un valor fundamental: el goce que brinda la lectura, más allá de aquel afán didáctico-moral de “deleitar aprovechando”, como se decía en el Siglo de Oro español y que sigue siendo un obstáculo para la formación de más y mejores lectores.