Hipertexto
Camilo Ayala Ochoa
En su novela Tormento, Benito Pérez Galdós nos dice casi al final que un tren que parte es la cosa del mundo más semejante a un libro que se acaba. Añadía; “cuando los trenes vuelvan, abran páginas nuevas”.
Del mundo libresco descendemos, aterrizamos o despertamos de la realidad, los maquinistas decían “el jefe hace la estación, y no la estación al jefe”. Usemos esa metáfora ferrocarrilera para el mundo de los libros: el editor hace al libro y no el libro al editor.
El buen editor debe tener sensibilidad artística, además, es una suma de complejas competencias que se adquieren con la práctica. Editar se aprende editando, aunque sirve el consejo de los maestros que se capta en editoriales e imprentas, cursos y talleres, artículos y libros. Sin embargo, el mejor maestro es el tiempo, existe una pedagogía del error, cada desastre mejora a quien lo sobrevive, cada equivocación nos señala la vereda cierta.
Un editor debe saber los entresijos del purimiento de textos, los límites del derecho de autor, el lenguaje del papel y del diseño, las posibilidades de las artes gráficas y las artes de la encuadernación, los engranajes de la difusión y la comercialización y ciber edición. Por eso es falaz hablar de edición o autopublicación, hay autores que suben su texto en plataformas de distribución y usan guías para colocar ilustraciones y portadas, eso apenas es un gesto mortecino de lo que es convertir un texto en un objeto comunicacional.
La verdad es que, en este tiempo en el que las mediaciones se derrumban, aquellos que quieren editar un texto sorteando la decisión de un editor o un comité editorial, terminan acudiendo a un profesional de la edición. Lo dice bien Catalina Bojorquez, que “el autor necesita un acompañamiento”.
El editor, pues, hace al libro, y no el libro al editor.